viernes, 30 de octubre de 2009

Relato después de levantarse a las dos de la tarde...

¿Las dos de la tarde? - se preguntó cogiéndose la cabeza, rascándosela, maldiciéndose.
No hay domingo que la escritora se levante temprano pese a sus esfuerzos que siempre parecen inútiles. El reloj despertador falló otra vez un domingo y a ella sólo le queda tomar un vaso de leche y escribir...

Eran las dos de la mañana.
Su conciencia estaba regañándolo como una madre histérica de voz confundida entre las miles de la noche, que resonaban como amenazantes ecos en su cabeza dejando espacio al temor y a la inconciencia como péndulos que tocaban en su cama destendida; el sujeto se detuvo a percibir vagamente las sensaciones que experimentaba notando que ya las conocía, eran todas de niñez, añejas e impensables en aquella adultez suya que parecía el resultado de años perdidos en falsa diversión, en lecciones no aprendidas...

"Levántate".

Hundiendo su rostro sobre el colchón, imaginó un abismo con los puntos rojos de sus ojos cerrados que iban tentándolo a arrojarse en un vacío que evitaría la vergüenza de dormir catorce horas diarias y tomar como entretenimiento acariciar a una escuálida gata de pelos grises, siguió hundiéndose adormecido por los olores a grasa de cabello y sudor seco, se sujetó con el rostro al colchón.

"Esa cama está absorbiéndote".

Dejó de hacerlo al percibir dificultad en su respiración y de súbito se levantó de la cama siendo sostenido por los temblorosos huesos de sus brazos, aún oyendo las voces lejanas y multiplicadas por un poder extraño sobre su catre, voces que inquietan o calman según van los ánimos en sus sesos de infante, no solían ser así las cosas antes de su enfermedad y a menudo se le oyó canturrear baladas francesas en el umbral de su puerta mirando un horizonte incierto, no era felicidad pero al menos era cordura.

"Es hora de verte al espejo y sonreírle al reflejo".

Pero el sujeto mostró su enojo frunciendo su rostro para volverse nuevamente entre sus sábanas calientes que olían al hedor de la pereza, sopor del vacío al que se sometió por circunstancias penosas y continuó en el galope incesante del perder las horas, una a una convirtiéndolas en días; relamió con suavidad sus labios para tragar algo de saliva y sintió pesadas sus mejillas, como si no soportasen más el mal sabor que traían encima, era como haber tragado un bolo de carne podrida al que uno como este sujeto se acostumbra ya de tanto saborearlo.

"Donde ves una luna odiosa yo veo una sonrisa brillante", volvieron las voces.