viernes, 4 de diciembre de 2015

El abrazador entusiasta, la cándida niña...

- Le preparo un café, señor.
- ¿Tú a mi? yo soy el anfitrión.
- Le tengo gratitud. Déjeme preparárselo.

La cándida niña tenía algo de quince y medio y un talento innato para dar buenas atenciones.
Tenía alma de chacha. Caderas amplias de provinciana y una mirada que siempre se dirigía al piso como si allí se hallara el rostro de aquel quien con ella conversaba.

La cándida niña  preparaba un café de maravilla. Sin embargo se había acabado.
Así que se dirigió a buscarlo cajón tras cajón con paciencia a fin de cumplir con lo antes ofrecido al abrazador entusiasta, quien esperaba impaciente que la cándida niña regresase a su mesa para seguirla observando. Y es que eso hacía. Sólo la observaba. La belleza de la muchacha era prometedora como un flor a punto de abrirse. 

El abrazador entusiasta era un hombre de treinta y cuatro, ojos grandes y mirada fría. Profesional como era, estaba capacitado para realizar tareas imposibles para otros en la computadora y pasaba sus noches terminando proyectos que le eran imposibles hacerlos de día.

Sin embargo el abrazador entusiasta tenía un pasatiempo en particular que lo llenaba de dicha y suma realización: Abrazar.
El abrazo era en el abrazador entusiasta la manera en la que comunicaba sus sentimientos, sus angustias, sus tristezas y hasta sus vicios sexuales. El vehículo perfecto de la expresión sensorial que dejaba a su cuerpo libre de frustraciones amatorias.

Mas se veía inmerso en una sequía.
Su novia, según él solía contar, lo dejó por no llamarla por teléfono.
Así que su vida empezaba a secarse de abrazos y a inundarse de preguntas extrañas del tipo que cuestiona el sentido de su vida, el significado de la felicidad y del por qué parecían ser tan  inalcanzables las mujeres.


- Yo sé que te gusto. Déjame hacerte algo que siempre quise.

Le dijo con un susurro perturbador.  
Mientras se acercaba cada vez más dejándola acorralada en la cocina.

-Señor, ¿qué va hacer?

Exclamó la cándida niña con el temor propio de su edad.
Su mente le decía que debía huir. Su corazón sólo sentía compasión.
Tenía el cuerpo tieso del miedo. Cerró los ojos mientras su rostro formaba un gesto de resignación y desesperanza contenida.
Temía que la besase y se convirtiera en el primer hombre que invadiera sus labios y tocara su lengua. Su pureza era, pues, lo más preciado que tenía, tal y como pasa con las muchachas más desdichadas.



-Sólo quiero abrazarte.
dijo de manera tierna.

Y fue lo último que la cándida niña oyó antes de sumergirse en un abrazo maravilloso, familiar, honesto, amoroso y del todo puro. Un abrazo que pudo ser el de su hermano, o el de su padre, o el de su madre. Un abrazo que gritaba lo mucho que aún deseaba vivir, lo excesivo de su amor por el prójimo y la entrañable manera que tenía él de transmitir sus emociones más profundas y nobles, envolviéndote no en un abrazo sino del amor mismo hecho acto.




sábado, 28 de noviembre de 2015

El lugar que ella habitaba...

La oscuridad de la noche me ocultaba sus muslos.
Y mis dedos los encontraban a tientas.


Sus ojos no hallaban el reflejo ansiado.
Y el péndulo de un reloj resonaba quebrando el silencio
anunciando las tres horas primeras del día.


Su cuerpo parecía cansado, casi rozando el desahucio.
Y mis dedos formaban un arco oval sobre mi abdomen.

El lugar que ella habitaba era lejano.
Casi en el fin del mundo.
Por poco al filo de lo inexplorado.

Una cabaña en medio de un oasis.
Un oasis envuelto de cerezos y miel.
Rebosante de juncos y lirios.
Mágico.
Semejante a quimeras que una mente fabrica.


El lugar que ella habitaba era ahora habitada por ambas.
Y nuestra respiración se confundía como una sola sobre el lecho.

Tanto como nuestras rodillas rozaban
Y nuestras palmas se unían formando un puño amistoso.


Era una noche cualquiera.
Ninguna estrella parecía inspirarnos.

Ni siquiera el rumor de los grillos se oía como me había contado.
No salio tampoco la luna.


Pero era la noche en que al fin
me invitó al lugar que ella habitaba...







domingo, 6 de septiembre de 2015

Sueño de una noche de confesiones malvadas.



Su lengua atravesaba un pomo de miel fresca.
Las manos de ella se deslizaban hacia su pecho desnudo como si le perteneciesen desde siempre.
Y el aleteo de las abejas no era más que la música de fondo de ese encuentro..

Más tarde y ya con prisa, las alas de él volaron dejando sus palabras flotando en el aire, a la vez que se observaban grabadas en el cielo, como surcos agrestes del paisaje nocturno.

El mensaje era malvado y semejante a una confesión. era, de hecho un pensamiento que él no se había atrevido a decirle en el lecho ni mucho menos cuando sus cuerpos trataban de hacerse uno.

Al leerlo, los ojos de la muchacha se abrieron de forma extraña y su cuerpo se desvaneció entre las sábanas de su lecho, dejando su cuerpo desnudo expuesto a la luz de la luna. Su piel era gris. Su corazón era frágil.

Sus dedos rasguñaron sus caderas entre jadeos y quejidos mientras que sus ojos se dirigieron hacia un machete oculto en un cajón, lo tomó, cortó su cabello con amargura y luego arrojó el machete con furia hacia las letras flotantes, mientras estas se disipaban de a pocos pero volvían a juntarse mientras el machete huía con la fuerza de su impulso hacia la oscuridad del bosque...


"Tu cuerpo no sabe como el de ella", se leía aún en la mañana.